Mis muy queridos Joaquín y Ana:
Mi nombre es… bueno, no importa… les escribo desde un banco de la parroquia en una inexplicable tarde cálida de julio.
Me avisó una amiga que el día 26 es su fiesta y, por ello, quise regalarles esta sencilla carta.
No encuentro palabras para decirles “gracias”. Gracias por haber sido tan dulces y ejemplares padres de mi amada María.
Usted,
señora Ana, que habrá compartido con ella tantas tardes luego de
intensas jornadas, ha sido una sencilla pero sabia maestra. Fueron sus
manos (¿Las de quién,
sino?) las que se unieron a las de Ella en un mar de harina, para
enseñarle a amasar el pan. Fueron sus manos (¿Las de quién, sino?) las
que apretaron fuerte las de Ella cuando el dolor, implacable, les
invadía el alma.
Fue
su ejemplo (¿el de quién, sino?) el que ayudó a María a caminar los
senderos de la contemplación simple, sencilla, la que está al alcance de
cualquier mujer. Fue este santo ejercicio el que permitió a la Madre,
años después, meditar en su corazón los misterios de la Salvación.
Fue
usted, buena señora, la que son su ejemplo más que con sus palabras, le
enseñó a María que ser mamá es la tarea más hermosa del mundo. Así,
Ella, la veía a usted cuidar y ayudar a amigas y parientas cuando los
embarazos venían difíciles en los caminos del alma. Y seguro en su casa
los pequeñines siempre
hallaron una rica sorpresa, increíblemente siempre lista, para sus
sorpresivas y revoltosas incursiones.
Ustedes
llevaron a la “llena de gracia” por las escalinatas del Templo tantas
veces… Así, Ella fue conociendo que hace muchos años, un profeta llamado
Isaías anunciaba que “…La Virgen está embarazada y da a luz un hijo…” y
la profecía le inundaba el alma…
Usted,
mi buen Joaquín, fue un hombre honesto y sencillo. ¿Quién, sino, habría
sido digno de traer a este mundo a la “llena de gracia”?. María le
habrá contemplado, seguramente, tantos días al partir de la casa para
“ganar el pan con el sudor de su frente”. Y le habrá esperado de regreso
y habrá corrido hacia usted con las mejillas sonrosadas y los ojos
llenos de palomas blancas para abrazarle al regreso de la larga jornada.
Y usted,
la tomó en sus brazos y la alzó al cielo… tan ligera como una gacela,
tan pura como una mañana.
“-
“Quisiera que el padre de mi hijo se te pareciera” le dijo un día Ella.”
Y usted casi no veía su rostro pues las lágrimas delataban que la niña
le había besado el corazón.
-
“Quisiera que mi hijo, un día, estuviese tan feliz de mí como yo lo
estoy de ti, querida madre…” y sus palabras le hicieron sentir, Ana, que
la vida es hermosa y los sacrificios y angustias de muchos años al
criar los hijos, pueden desaparecer en un instante con frases como esa.
No
quisiera terminar esta sencilla carta sin imaginar, por un momento,
cuanto de ustedes llego al corazón de Jesús a través de María: Usted, mi
buena Ana, seguro le alcanzó, desde más allá del tiempo, esa ternura
por las pequeñas cosas de cada día, la cual, al
llegarle desde el corazón de María, se transformaría luego en parábola,
en camino…
Usted,
don Joaquín, le dejó al mejor de los nietos la mejor de las herencias:
El amor al trabajo. Así, a través de María y envuelto en las palabras y
ejemplo del buen José, hallaría en Jesús el mejor de los depositarios.
Abuelos,
abuelos, cuantas veces Jesús habrá dicho estas palabras… ” Extrañas a
los abuelos ¿Verdad, Madre querida?”… “A veces, Hijo, a veces… Cuando tu
te vas a predicar lejos y yo te extraño, muchas veces siento que
hubiera querido tener a mis padres cerca”… Y Jesús habrá mirado a María
en silencio, sabiendo que había verdades que Ella comprendería
más tarde, con la llegada del Espíritu Santo….
Para
terminar les pido un favor. Abracen a todos los abuelos del mundo, en
especial a los que se sienten solos. No importa si tienen nietos o no,
pues hay una edad del alma en que la palabra “abuelo” se torna en
caricia….
Un gran abrazo a los dos….
¡Cuiden de mis abuelitos…..!
¡Cuiden de nuestros abuelos!
Amén